Cualquier cosa es buena, dijo el diablo, y me llevó a mí. 1983 año del cambio. Año en el que fuí absorbido por la mentira. Año en el que le mintieron a Dios.
Desde que comencé a trabajar como guardia penal fuí asignado de forma permanente al puesto de la armería de la Penitenciaría Estatal en los turnos nocturnos de 10:00 pm a 6:00 am. Esto me ayudó en mis estudios universitarios porque me dió la oportunidad de prepararme para los exámenes a la misma vez que laboraba en mis funciones. También me permitía reflexionar sobre mi vida y mi futuro. Fué ese mismo año que realicé mis primeros escritos en algunos momentos de reflexión dentro de la armería. La mayoría de ellos se basaban en inseguridades personales y en decisiones que tenía que tomar. Otros trataban asuntos relacionados al ambiente de trabajo. Algunos de estos escritos no sobrevivieron, pero unos pocos todavía se conservan en su estado original.
Los primeros meses de ese año transcurrieron para mí de forma rutinaria. Mientras en Río Piedras estudiaba, trabajaba y me hospedaba, en Ponce tenía mi hogar, familia, novia y amistades. Podia decirse que tenía dos estilos de vida diferentes, aunque ambas debidamente sincronizadas y en armonía.
Mi placer por las actividades playeras fué siempre una debilidad desde mi temprana juventud. Por eso no esperaba a que llegue el verano para disfrutar de ellas y por ese motivo, en febrero de ese año le comuniqué a mi novia mi deseo de ir con ella a la playa. Aunque aceptó la idea, no logramos ponernos de acuerdo en el momento apropiado para compartir un día en la playa solos. Pasaron varias semanas y continuábamos sin lograr escoger un día para esa actividad. Esa situación me disgustaba porque ella siempre decidía el como, cuando y donde, de todas las actividades que realizábamos juntos. Mi disgusto fué en aumento y llegando el mes de marzo el nivel del mismo me obligó a hacerle una advertencia, "Si tú no quieres ir a la playa dímelo porque yo voy sólo". Sin saberlo, con estas palabras estaba abriendo las puertas del infierno.
Como toda pareja de novios, Adeline y yo habíamos fantaseado en varias ocasiones sobre como seríamos en matrimonio, cuantos hijos tendríamos y como serían estos, ¿blancos, colora'os, narizones, pecosos, varones, hembras? Pero ninguno de los dos tomaba el tema con seriedad. Mi realidad era que yo nunca lo había pensado seriamente, pero me encontraba consciente de que a punto de cumplir mis veinticinco años de edad debía de hacerlo porque siempre había pensado que la edad de veintiseis años era la más apropiadamente tarde para llegar al matrimonio. Ella tampoco inició nunca con seriedad, alguna conversación dirigida, o en relación a convertir nuestro noviazgo en un matrimonio en ley. Nunca antes habíamos conversado para finalizar nuestra relación en una boda. Nuestra actitud siempre fué la de dejar pasar el tiempo. Tampoco sentía presión alguna de sus padres o cualquier otra persona. Pero el tiempo cumple su parte.
Desde que comencé a trabajar como guardia penal fuí asignado de forma permanente al puesto de la armería de la Penitenciaría Estatal en los turnos nocturnos de 10:00 pm a 6:00 am. Esto me ayudó en mis estudios universitarios porque me dió la oportunidad de prepararme para los exámenes a la misma vez que laboraba en mis funciones. También me permitía reflexionar sobre mi vida y mi futuro. Fué ese mismo año que realicé mis primeros escritos en algunos momentos de reflexión dentro de la armería. La mayoría de ellos se basaban en inseguridades personales y en decisiones que tenía que tomar. Otros trataban asuntos relacionados al ambiente de trabajo. Algunos de estos escritos no sobrevivieron, pero unos pocos todavía se conservan en su estado original.
Los primeros meses de ese año transcurrieron para mí de forma rutinaria. Mientras en Río Piedras estudiaba, trabajaba y me hospedaba, en Ponce tenía mi hogar, familia, novia y amistades. Podia decirse que tenía dos estilos de vida diferentes, aunque ambas debidamente sincronizadas y en armonía.
Mi placer por las actividades playeras fué siempre una debilidad desde mi temprana juventud. Por eso no esperaba a que llegue el verano para disfrutar de ellas y por ese motivo, en febrero de ese año le comuniqué a mi novia mi deseo de ir con ella a la playa. Aunque aceptó la idea, no logramos ponernos de acuerdo en el momento apropiado para compartir un día en la playa solos. Pasaron varias semanas y continuábamos sin lograr escoger un día para esa actividad. Esa situación me disgustaba porque ella siempre decidía el como, cuando y donde, de todas las actividades que realizábamos juntos. Mi disgusto fué en aumento y llegando el mes de marzo el nivel del mismo me obligó a hacerle una advertencia, "Si tú no quieres ir a la playa dímelo porque yo voy sólo". Sin saberlo, con estas palabras estaba abriendo las puertas del infierno.
Como toda pareja de novios, Adeline y yo habíamos fantaseado en varias ocasiones sobre como seríamos en matrimonio, cuantos hijos tendríamos y como serían estos, ¿blancos, colora'os, narizones, pecosos, varones, hembras? Pero ninguno de los dos tomaba el tema con seriedad. Mi realidad era que yo nunca lo había pensado seriamente, pero me encontraba consciente de que a punto de cumplir mis veinticinco años de edad debía de hacerlo porque siempre había pensado que la edad de veintiseis años era la más apropiadamente tarde para llegar al matrimonio. Ella tampoco inició nunca con seriedad, alguna conversación dirigida, o en relación a convertir nuestro noviazgo en un matrimonio en ley. Nunca antes habíamos conversado para finalizar nuestra relación en una boda. Nuestra actitud siempre fué la de dejar pasar el tiempo. Tampoco sentía presión alguna de sus padres o cualquier otra persona. Pero el tiempo cumple su parte.
Ante mi insistencia, llegó el momento apropiado y acordamos el día en que iríamos a la playa y comenzamos a planificar todo lo relacionado para disfrutar de un día de playa solos por primera vez. Pero como consecuencia de la rutina por el tiempo que llevábamos de novios, olvidé un detalle por no considerarlo importante pero que sí lo era para ella. Mientras hacíamos los arreglos para la playa me recuerda que tengo que pedirle permiso a su madre porque sin la autorización de Doña Elena no puede salir sóla conmigo. Sus palabras causaron en mí un efecto negativo que aumentaba mientras conversábamos sobre eso. Me negué. No sentía que tuviera alguna obligación de solicitar el permiso de su madre.
Por mi propia personalidad y crianza, yo no acostumbraba a pedir permiso a mis padres para realizar cualquier actividad propia de la niñez, adolescencia, juventud, ocasión o etapa. El único permiso que en mi hogar se acostumbraba a solicitar era para uno comerse la comida de otro. Mis hermanas, mi hermano Ramón y yo tomábamos siempre nuestras propias decisiones como hijos(as) mientras Kino y Blanca tomaban sus decisiones como padre y madre, sin confrontamientos. Pero como todo en la vida tiene excepciones, le pedí permiso a Doña Elena y Don Adrian en muchas ocasiones para salir con su inocente, juvenil y virginal hija, y respetando la voluntad de ellos. Pero eso fué así sólo hasta que descubrí que no existía esa inocente, juvenil y virginal niña de la que creí enamorarme. ¿Con que moral esa concubina del diablo me dice que pida permiso para salir juntos? ¿Acaso pedíamos permiso cuando decidíamos ir al Motel Nuevo México para tener relaciones sexuales? ¿Pidió ella permiso para salir con Papo y con Alberto? ¿Pedía ella permiso cada vez que se desviaba de la escuela y la universidad para sus distintas actividades? El único propósito de solicitar permiso era para continuar engañando a sus padres y seguir aparentando inocencia y virginidad, pero esa era su mentira, no la mía. Sintiéndome molesto por su exigencia me negué rotundamente a cumplir con la misma y le advertí que pasaría a buscarla según acordamos para ir a Playa Santa en Guánica, con autorización o sin ella de parte de sus padres. Si ella prefería pedir permiso de su parte, se arriesgaba a una acción negativa y la advertencia estaba hecha, "...con permiso o sin permiso vamos para la playa."
Ambos estámos conscientes de que su madre no autorizaría esa salida solos ella y yo. No lo haría porque era una salida muy evidente ante la mirada de los vecinos de la callejuela que provocaría el chismorreo en el arrabal. Pero Doña Elena sí permitía que saliéramos solos cuando pensaba que no afectaría la imagen de su familia como lo era salir en grupo o llevar a su hija a la universidad, sin imaginar (¿sin imaginar?) que su hija pecaba desde los quince años con personas del mismo barrio que ella tanto despreciaba. Salir solos a la paya afectaría la imagen de su familia dentro del mismo barrio en el que residen pero del que la familia no estaba integrada por creer estar en un nivel socio-educativo superior que no les permitía mezclarse con los demás por no ser iguales.
Frente a mi actitud desafiánte, Adeline se intimidó y aceptó mis condiciones. Según lo acordamos, pasé a buscarla temprano en la mañana el día escogido y sin bajarme del auto me detuve frente a su hogar. Inmediátamente ella salió, se subió al mismo y nos dirigimos a Guánica. Allí disfrutamos solos de un bonito y romántico día en la playa sin interrupciones y en armonía con el ambiente, como era mi deseo. Permanecimos en el lugar casi todo el día y con la llegada de la tarde se acercaba el momento de regresar; se acercaba el momento de enfrentar las consecuencias; se acercaba el momento de ella sóla enfrentar las consecuencias de sus acciones porque yo mantenía mi posicion de no dar explicasiones a su madre de las decisiones que yo tomaba. Pero estaba consciente de que lo que hacíamos traería alguna consecuencia. A lo hecho, pecho.
Regresando a su hogar en horas de la tarde íbamos conversando animadamente pero conscientes de que nuestra acción provocará alguna reacción. Según nos acercábamos más a su hogar, sabíamos que teníamos que hablar ese asunto para justificar nuestra acción frente a los cuestionamientos de su madre. Pero aunque mi justificación era real y totalmente válida en el plano personal, no podia defenderme con la verdad porque estaría poniendo en evidencia la doble vida que llevaba su hija Ana Adelaida Rodríguez Pérez. Sin proponérmelo, estaba convirtiendo sus secretos en mios porque me avergonzaba de su pasado y me afectaba pensar que yo fuera señalado como el idiota que le dió alas a la serpiente.
Llegando exáctamente al punto de donde partimos, detuve el vehículo frente a su casa sin estacionarme y con el motor encendido, me despedí de ella y esperé a que se bajara del auto, pero no lo hizo. Con el disgusto dibujado en su rostro me cuestiona en forma de pregunta si no me voy a bajar para acompañarla a entrar a su hogar. Manteniendo mi posición de no dar explicaciones, me negué a acompañarla. En un intercambio de impresiones me acusa de querer dejarla sóla en ésta difícil situación que yo temía enfrentar. Confrontando nuestras diferencias, ambos nos encontrábamos firmes y molestos. Mi posición era clara: si me negué a pedir permiso, ¿porqué tengo que dar explicaciones? Pero también era claro que ella acusaba cobardía de mi parte y aunque eso no era correcto, yo no podia evitar que lo pensara. Finalmente accedí. Incómodo con la situación, la acompañé a entrar a su hogar pero ambos permanecimos en el balcón conversando y esperando que algo ocurra. Sabíamos que cualquier cosa que suceda sería determinante para el futuro de nuestra relación. Utilizando una metáfora deportiva puedo decir que, en nuestro juego, nos encontrábamos empatados en la segunda del noveno, con las bases llenas, dos out, tres bolas y dos strikes.
A sólo semanas de cumplir mis veinticinco años de edad, sentí por primera vez la humillación que sienten los niños pequeños cuando son regañados por sus padres, con la diferencia de que no eran los mios los que me ragañaban. A pocos minutos de llegar a su hogar y mientras conversábamos en el balcón, se abre la puerta que da acceso al interior del hogar, y con el rostro casi desfigurado por su molestia, surge detrás Doña Elena quien inmediatamente me ordena, "A...(mi nombre) entra que tenemos que hablar contigo." Yo era el novio de su hija, ¿porqué llamarme a mí y no a ella? ¿Porque pedirme explicaciones a mí y no a ella? Ejerciendo su derecho, pudo correrme de la casa como lo hizo con Alberto, ¿porqué no lo hizo conmigo?
Nunca he tenido dudas del aprecio que sentía la señora Elena Pérez Medina conmigo. Siempre fué respetuosa y educada. Se preocupaba por los peligros de mi trabajo, me aceptó en su hogar, conversaba con seriedad y bromeaba en ocasiones. Puedo decir que fuí bendecido teniendo a Doña Elena como suegra. Sin importar lo que me dijera, yo nunca hubiera tenido el atrevimeinto de ser irrespetuoso con ella. Por eso cuando me ordenó que entre a la casa, mi actitud fué pasiva. Pero yo no me había preparado para dar explicaciones, no tenía argumentos válidos para ella que justificaran nuestra acción.
Mientras la hija permaneció sentada en el balcón, la madre me conduce hasta su propia habitación en la que se encontraba Don Adrian sentado esperándonos, pero la verdad es que su presencia fué casi desapercibida. En la habitación había una silla vacía que aparentemente esperaba por mí (la silla de los acusados) porque ella también me ordenó, "Sientate." Inmediatamente la madre de mi novia comienza con firmeza a increparme y a manifestar su coraje por el atrevimiento que tuve de llevarme a su hija para la playa sin solicitar autorización, y solos. Exigiendo respeto para su hogar (algo que yo no cuestiono), me dijo que nosotros no podemos hacer eso sin su autorización e inmediatamente trae su preocupación mayor, "¿Que ván a pensar los vecinos?" Con la molestia evidente en su cara, con firmeza y con respeto, se mantuvo varios minutos hablando mientras yo sólo escuchaba y Don Adrian observaba. Sin bajar la intensidad, continúa exigiendo respeto recalcando que nosostros no podemos hacer lo que nos dé la gana. Los minutos que duró ese llamado a interpelación fueron para mí infinitos.
Es más fácil pedir perdón que pedir permiso, pero yo mantenía una posición de no pedir perdón de la misma manera que no pedí permiso. Tampoco quería dar explicaciones. Sólo quería que terminara ese momento de incomodidad para mí y pensé que la manera más fácil para salir era aceptando con mi silencio todo lo que ella diga, pero encontré una manera más fácil de salir de esa situación. Sin ceder ni un ápice en su reclamo, Doña Elena continuába expresando firmemente su descontento con lo ocurrido y esperando alguna reacción de mi parte. De repente ésta llegó. No tengo idea de si todas sus palabras habían sido previamente ensayadas o si fueron producto de la frustración; no sé si ella tenía la intención de presionarme, pero Doña Elena llegó en sus reclamos a un punto que me forzaba a romper mi silencio. Con la seguridad que siempre la caracterizó, y sin titubear, me expone con claridad que si nosotros (su hija y yo) queremos hacer lo que nos dé la gana " ... se tienen que casar...." Casi sin pensarlo, y con el propósito de no tener que disculparme y salir pronto de esa situación que me hacía sentir prisionero, le manifesté que nosotros ya habíamos conversado para casarnos. El efecto fué inmediato: Doña Elena bajó su tensión y Don Adrian habló por primera vez en ese incómodo momento que lo era para todos.
Inmediátamente surgieron dos preguntas: Don Adrian, -¿Ustedes se piensan casar? - Doña Elena, - ¿Cuando?- Al mal paso dale prisa. Las palabras que salieron de mi boca tenían el propósito de apagar el fuego bajando la tensión que había en la habitación y tratar de salir rápido de esa situación sin daños mayores. Lo primero se logró, lo segundo trajo consecuencias a largo plazo, quedé atrapado en mis palabras. Con tono descendente, la madre de mi novia continúa con su exposición añadiendo algunas preguntas. Continuándo con mi deseo de salir de esa situación le expliqué que su hija y yo teníamos intención de casarnos y que a pesar de no saber cuando lo haríamos, le dije (a preguntas de ellos) que sería "... éste mismo año." La tensión bajó a cero, logré levantarme de la silla de los acusados y dirigirme nuevamente al balcón del hogar donde me esperaba completamente ilesa la ladrona de sueños.
Con la preocupación reflejada en su rostro, Adeline inmediátamente me pregunta casi en murmullo, "¿Que pasó? ¿Que te dijeron? ¿Que tú dijistes?" Sintiéndo que ya me había liberado de la situación, le expuse nuestra conversación y le expliqué la forma en que logré tranquillizar a su madre: "... le dije que nos pensábamos casar." Su reacción fué de sorpresa, "¿Tú le dijistes que nos pensábamos casar?" En ese momento pensé que las palabras se las lleva el viento. Al escuchar mis palabras, el rostro de mi novia cambió de exibir preocupación a exibir una sonrisa que no podia ocultar y sus ojos miraban más allá del tiempo y el espacio, miraban al infinito. Para mí fueron sólo palabras, pero era evidente que para ella nó. La verdad fué que no le presté importancia a mis propias palabras porque sólo tenían el propósito de salir de la situación en la que me encontraba. Sin embargo, después de ese momento y en mi ausencia, Adeline y sus padres conversaron sobre ese tema. Por eso, poco tiempo después mi novia me dijo algo que nuevamente me puso en una situación incómoda, pero que igualmete resolví con palabras que se las podia llevar el viento.
En otro momento, nuevamente en su hogar sentados en los sillones del balcón conversando, ella retomó el tema y sin vacilar me dijo, "Si nos vamos a casar, tenemos que ir escogiendo la fecha." Sin darle mucha importancia a ese tema, continué con la idea y conversamos al respecto. La realidad fué que, continuándo con mi actitud, acepté todas sus sugerencias, fechas y opiniones , decidiéndo ella que la boda debe ser en aproximadamente tres meses, en el mes de julio, sencilla y un domingo por la mañana. Escogió la fecha del domingo 17 de julio de ese año 1983 como el día de nuestra boda.
Después de esa primera conversación que sostuvimos en relación al tema de nuestra futura boda, regresé a Río Piedras donde permanecí una semana sin pensar ni recordar en lo que habíamos conversado. Pero al regresar a Ponce y compartir juntos nuevamente, me sorprendió con sus vastos conocimientos sobre todos y cada uno de los pasos para realizar la misma. Había pensado en cada detalle, había investigado y se había orientado (incluyendo gastos). Tan minuciosa fué su investigación que me dió conocimiento de una situación que ocurriría el día seleccionado y ella deseaba evitarlo.
Nos encontrábamos todavía en el mes de marzo y ella ya sabía, con cuatro meses de anticipación, que el domingo 17 de julio (el día seleccionado para su boda), ella estaría pasando por su período menstrual, conocido como la regla. Su advertencia sólo me confirmaba lo que me había manifestado en varias ocasiones anteriores, que ella conoce perféctamente su cuerpo y es capáz de predecir con anticipada exactitud, sus días de ovulación, sus días fértiles, sus días sexualmente riesgosos, sus mejores días para el sexo, sus días de menstruación y la duración de ésta. Estoy consciente de que esto es recomendable para las mujeres jóvenes y adultas y que ese debe ser el resultado de una bien aprendida educación sexual. Pero ese mismo alarde de conocimientos antagoniza con sus justificaciones de ignorante y con sus palabras de arrepentimiento en sus pasados momentos de sexo con Papo y nuestra primera relación sexual (la del llanto del cocodrilo) respectivamente. ¿Acaso la educación sexual tiene como objetivo promiscuir a las personas? ¿Cual debe ser el propósito final, control de riesgos o riesgos sin control? ¿Corromper el sexo? ¿Degradarlo por uso indigno?
Después de asimilar el golpe de sus amplios conocimientos (confieso que esa situación me impactó) acepté pasivamente su propuesta de adelantar la boda una semana para evitar lo anteriormente explicado. Escogimos (ella escogió) el domingo 10 de julio de ese año 1983 para realizar la boda, nuevamente en horas de la mañana. Fué entonces cuando comencé a sentirme atrapado en mis propias palabras. Sin proponérmelo, estábamos cambiando las reglas del juego del amor. Cada día ella traía un nuevo asunto que teníamos que resolver en relación a nuestro futuro casamiento; iglesia, traje, vivienda, estudios, invitaciones, local, auto, documentos, reuniónes, etc.
Extraños sentimientos comenzaron a invadir mi ánimo: ella no era la persona por la que yo había estado esperando en mi vida, pero esa era la mujer que me gustaba; no era la frágil y delicada princesa rosada con la que yo había soñado, pero era una diosa complaciente del sexo; se desvanecía mi sueño de encontrar la madre perla celosamente guardada para mí, pero de repente ese sueño no era importante; me invadía el amor, me invadía el odio; me emocionaba imaginarme casado con ella, me preocupaba casarme con ella; soy joven y no debo tener prisa, el momento es ahora porque luego sería tarde; y más. Sin hablar con ella sobre mis confusos sentimientos, comencé una lucha introspectiva para obligarme a tomar la mejor decisión sobre mi futuro. Si apuestas por el amor, arriesgalo todo (A.V.) Tomé la decisión de arriesgarlo todo. Sin mostrar emoción en mis decisiones, fuí aceptando poco a poco continuar con los preparativos pero no lograba asimilar la desilución sentida (realmente fué desilución sufrida) a través de todo el proceso de conocernos. Eran dos personas muy distintas, una de la que me enamoré y otra con la que me casaría. Los dias pasaban y con preocupación comencé a aceptar la situación y continuar adelante con la boda, pero mi inseguridad me obligó a imponer dos condiciones para realizar la misma. Estaba decidido a no llegar al altar con ella si no las aceptaba, pués estaba tratando de aceptarla a ella pero no a sus mentiras. Decidí comenzar desde cero, una nueva vida juntos ella y yo. Borrón y cuenta nueva.
Sosteniendo una conversación pausada, le dí conocimiento de mis dos condiciones sin las cuales yo no estaba dispuesto a continuar con los planes. Con la misma actitud pasiva de la conversación, ella escuchó y opinó. Como primer punto importante, le notifiqué mi deseo-requisito de mudarnos de Ponce para Río Piedras una vez que seamos un matrimonio legalmente constituido. No fué necesario abundar mucho sobre esta condición. No le dí explicaciones sobre ésto y ella tampoco preguntó, pero la verdad era que me avergonzaba pensar que los fantasmas del pasado que abundaban en el arrabal, el callejón y todos sus alrededores, me hicieran sentir como un bufón humillado. Sin preguntar mis razones y con evidente alegría, aceptó inmediátamente mi demanda, sin condiciones adicionales. Creo que ella también quería huir de sus propios fantasmas...y de la miseria.
Su reacción a mi segunda condición fué muy diferente, igualmente pasiva, igualmente con un tono de voz suave, pero diferente en su aceptación. Pensé mucho sobre eso y aunque en ocasiones dudé si debía hacerlo, sabía que con el tiempo no me perdonaría a mí mismo el haber claudicado a mis valores familiares, religiosos y educativos, pero sobre todo, a un intrínseco valor social. Tratando de consolar la muerte de mis sueños, en una franca exposición que ella muy bien entendió, le condicioné nuestra boda, nuestro casamiento, a que no use en el altar el acostumbrado traje de novia blanco en nuestra ceremonia por ser éste un símbolo de pureza, y no había pureza en nuestro amor.
A través de los años siempre ha existido parejas que, por diferentes razones, deciden casarse sin utilizar el tradicional traje blanco: porque son divorciadas(os), por casarse fuera de la iglesia, porque no es requisito, por no creer en la rigidez, por sus propias creencias y tradiciones, etc. Mi exigencia de que no utilize el traje blanco no era una idea descabellada, entre otras razones, porque no existen leyes, ni del hombre ni divinas, que así lo obliguen. También porque muchos negocios tipo Casa de Novias, tienen entre su variedad, vestidos de bodas de variados colores diferentes al blanco. (Recuerdo perfectamente que en ese tiempo existía en el segundo nivel del muy concurrido Centro Comercial Plaza las Américas, una tienda de novias que se promocionaba con vestidos de boda que no eran blancos. Específicamente recuerdo uno color crema). Para gustos los colores. Mi petición fué hecha con la mayor sinceridad y con la intención de respetar mis propias creencias personales. Si en su interpretación ella sintió que la degradaba como mujer o que irrespetaba sus propias creencias, tenía la opción y la obligación moral de negarse a aceptar mis condiciones y si lo entendía justo y razonable, debía terminar nuestra relación por sentirse ofendida. Pero al exponerle mi posición ella respondió con una pregunta, "¿Y qué le digo a mami (Doña Elena) de porqué no me estoy casando con traje blanco?" Más de treinta años han transcurridos desde que sostuvimos esa conversación. No poseo el mejor recuerdo de las palabras que intercambiamos pero sí recuerdo el momento y cómo nuestra conversación fluía claramente, en forma pasiva y pausada, por estar ambos conscientes de la seriedad del tema.
Convencido de mi posición, utilizé siempre mi mayor delicadeza tratando de evitar alguna reacción ofensiva de su parte y su actitud pasiva evidenciaba ese logro. Ella nunca contradijo mis motivos, por el contrario, sin justificar sus conductas pasadas, argumentaba razones familiares y mantenía la conversación viva como si estuviera buscando una salida apropiada que no le deje escapar la oportunidad de casarse y al mismo tiempo salvar sus apariencias. Pudo haberse negado, pudo haberse ofendido, pudo haber terminado nuestro noviazgo, pero nada de lo anterior hizo y su actitud me confirmaba que su deseo era casarse. (¿Recuerdan éstas palabras?: "Se tiene que casar, porque recuerda que ella no es señorita".)
Si es cierto que el amor cuando es verdadero es incondicional, era su oportunidad de demostrar su amor y dejar que sea el tiempo el que me humille por mi error. Pero ésto tampoco ocurrió; y no fué así porque al igual que yo, su amor también tenía condiciones. No le quito el derecho de ella también poner condiciones, pero no tenía derecho a mentir. Puedo dejar el orgullo a un lado, pero la dignidad nunca. Después de muchos intercambios de argumentos le propuse una alternativa pensando que podía ser una solución salomónica. Manteniendo firmeza en mis creencias pero cediendo frente a su argumento de no explicar la ausencia del color blanco en su boda, le propuse continuar con nuestra ceremonia de casamiento aceptándole el vestido blanco pero no el velo y la corona. Como salida alterna le acepté el traje blanco pero con firmeza le advertí que no aceptaba el velo y la corona y esa era mi decisión final. No estaba dispuesto a protagonizar una mentira que sólo cumplía el propósito de engañar a todos y continuar con su diabólica apariencia virginal. ¿Qué o quien tenía la autoridad para obligarme a cumplir sus sueños si ella no cumple los míos? Frente al altar de la iglesia, ¿tienen más valor unos sueños que otros? Que baje Dios y me lo confirme, sólo así puedo aceptarlo.
Pensé que habíamos logrado superar una gran dificultad cuando ella, al escuchar mi alternativa, aceptó no usar velo y corona en nuestra boda de escenografía. No había espacio para equivocaciones, errores o malas interpretaciones. Mi exigencia estaba claramente expuesta y fundamentada. No había posibilidad de interpretarlo de otra forma y así ella lo aceptó. Ya no era sólo un capricho, no era una condición, era un acuerdo entre dos personas adultas que libre y voluntariamente decidieron adoptar cuando juntos, y con Dios de testigo, caminen por la iglesia y juren amor eterno en las buenas y en las malas y hasta que la muerte los separe. Por haber sido educados ambos bajo estos mismos conceptos religiosos, yo estaba obligado a creer en el compromiso de sus palabras y así lo hice, a pesar de que todavía yo tenía dudas de la existencia de Dios.
Pero ese diabólico ser nuevamente mintió; me mintió a mí, a los presentes, a la iglesia, al sacerdote y a Dios. Incumpliendo con su promesa, el día 10 de julio de 1983 mientras Dios y yo la esperábamos en el altar de espaldas a su llegada, se dirigió lentamente hacia mí, sostenida del brazo de su padre, quien me hizo entrega de su hija, ignorando (¿ignorando?) que hacía mucho tiempo que ella se había entregado libre y voluntariamente, y sin escenografía de fondo. Al llegar a mi lado pude observar su blanco traje de novia como ella lo quería y el velo y la corona en su cabeza, rompiendo así su promesa de unir nuestras vidas y dejar atrás el pasado. Si no fué posible para ella cumplir con su promesa, tampoco era posible para mí dejar atrás el pasado.
Su lindo traje blanco, el ramo de flores en sus manos y su hermoso rostro perfectamente maquillado, la convertían en un cautivante espejismo para todos los presentes; lucía como una diosa, La Diosa de la Mentira. ¿Que respeto podia sentir ella hacia nuestro matrimonio, hacia mí, si se atrevió llevar sus mentiras al altar de nuestra boda? Infidelidad es engaño. Engaño es mentira. Ella mintió. Ella fué infiel a nuestro amor. Con ese acto de soberbia satánica me arrastró a vivir dentro de su propio infierno y a conocer mejor su mente, diabólica y egoista. Sus efectos se manifestaron a través del tiempo: ella no estaba comprometida con nuestra relación matrimonial. ¿Y después de ésto qué? ¿Cual será su próxima mentira? ¿Hasta donde será capaz de llegar en su perversidad? El diablo no duerme.
Pero Adeline no podia engañar a su propia conciencia y trató de exorcisar su pasado utilizándome a mí y a la Iglesia Católica como un bonito salvapantalla que oculte las huellas de los caminos recorridos en su mundo de mentiras. Esto lo evidenció cuando me sorprendió exigiéndome también una condición para casarse. Sin darme explicaciones (yo no las necesitaba) me manifestó que no quería casarse en la iglesia a la que ella pertenecía.
Como norma de la Iglesia Católica, todas las bodas o ceremonias de casamiento tienen que realizarse en la parroquia correspondiente al vecindario en el que vive la novia a casarse. Dicho de otra manera, toda boda que se celebre dentro de la Religión Católica, tiene que ser realizada por el párroco de la iglesia a la que asiste o le correponde asistir la novia. En nuestra situación, la parroquia correspondiente era la Iglesia Santa Teresita que ubicaba en la Calle Victoria, dentro del mismo barrio arrabalesco. Esta iglesia es también un colegio escolar católico y fué en el que mi novia y su hermana Maritza cursaron sus años escolares desde el primer grado elemental hasta el octavo intermedio. Era también la iglesia que su madre y su padre asistían con regularidad los domingos. Por haber pertenecido toda su vida a esa parroquia, ella conocía a todo el personal del colegio y de la iglesia, incluyendo al sacerdote y a los feligreses, y por lo tanto, ellos también la conocían a ella personalmente. ¿Porqué entonces se negaba a casarse en su parroquia? ¿Cual era su miedo? ¿Temía al "...hable ahora o calle para siempre."? ¿De quien se escondía? ¿Que más ocultaba?
Por decisión propia y para mi sorpresa, mi novia me dice que no desea que nuestra boda se realice en su parroquia y desea que la misma se lleve a cabo en la Iglesia Católica de Las Delicias, la parroquia de mi barrio. Comprendí entonces que yo no estaba sólo en mi sentimiento y que por el contrario, ella estaba consciente de mis razones y las entendía. ¿Qué otros motivos podia tener? Al día de hoy, más de 30 años después, le concedo a ella, Ana Adelaida Rodríguez Pérez, la oportunidad de exponer sus razones para tomar ésta decisión (derecho a réplica). La invito a que las comparta con ustedes, los lectores de estas memorias.
Para celebrar la ceremonia en una parroquia que no es la que corresponde, ella y sólo ella, tenía que solicitar un permiso escrito del sacerdote de su parroquia, autorizando a la otra parroquia a celebrar la misma. Ella así lo hizo y posteriormente me comentó que el Sacerdote de Santa Teresita se había negado en principio a conceder el traslado y fué ante su insistencia que él accedió, evidenciándole su malestar por esa desición. ¿Cuales fueron sus justificasiones ante el sacerdote?
A pesar de que durante veinte años viví en silencio esa traición, con el tiempo logré encerrar en un rincón oscuro, ese momento maldito, y aunque nunca lo olvidé, logré controlar de forma absoluta las emociones negativas que me provocaba, a cambio de la estabilidad emocional, física, familiar y económica que todos deseamos tener y disfrutar antes de que se desdoblen el cuerpo y el espíritu. Pero la cápsula que contenía encriptado el veneno radioactivo de su mentira fué nuevamente abierto cuando ella decidió de forma egoista, la conveniencia del divorcio utilizando nuevamente la mentira como arma de destrucción para lograr sus nuevos y diabólicos objetivos.
La motivación principal de esta Biografía y Memorias no es perdonar su engaño y olvidar el pasado; la motivación es perdonarme a mí mismo el no haber cumplido con mi promesa de cancelar la boda si ella osaba disfrazarse de virgen, como finalmente hizo. Su pre-potente conducta de Diosa del Olimpo provocó en mí una conducta de Prometeo en busca del fuego perdido.
Pero veinte años viviendo una mentira tiene sus efectos, la persona se acostumbra a sus propios demonios y termina aceptándolos. Pero las personas que viven de la mentira viven bajo la Espada de Dámocles (colgando de un hilo sobre su cabeza) porque como expuse anteriormente, la mentira es una forma negativa de resolver conflictos porque sólo los resuelve en apariencia y de forma temporera. La mentira que dominó mi vida terminó y eso debe ser positivo para mí, pero la realidad a sido otra. Un noviazgo de mentiras, una boda de mentiras y veinte años de mentiras, sólo podia terminar de una manera: con un divorcio construido de mentiras. El daño fué mucho e irreparable. El propósito de estas memorias no es reparar daños, es evidenciar como la mentira es la que mueve nuestras vidas en un mundo en el que siempre triunfará la mentira que mejor convenga al individuo y/o la sociedad, en cada situación.
Llegó el momento de confrontar a la mentira con la verdad y a las apariencias con la realidad. "La verdad nunca llega tarde." (A.V.)
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