El amor me entró por los ojos. Me enamoré. Me enamoré de su físico, de su mirada, de su sonrisa, de su piel, de su cuerpo, de todo lo que yo podía ver. Pero no sé si alguna vez me enamoré de la persona o si todo era parte de la ilusión.
En nuestro casual primer encuentro, ella no demostró interés en conocerme, pero después de ese momento comenzó a visitar a su amiga Madeline, quien vivía en Las Delicias frente a mi hogar puerta con puerta. La frecuencia de mis viajes de regreso a Ponce no ocurrian en días ni horas fijos y casi nunca tenían más de dos días consecutivos de duración, pero siempre trataba de incluir días de fines de semana para compartir también con mis amigos. Un día nuestra amiga en común nos presentó y me dijo que su nombre era Adeline (con fonética ádelin) de tan sólo diesinueve (19) años recién cumplidos. En ese momento me convencí de que había encontrado a mi Cenicienta, de que había llegado la Princesa Rosada con la que yo había soñado de la misma forma en que ellas sueñan con su Príncipe Azul (¿O acaso ese es un sueño exclusivo para las mujeres?). Contrario a la primera vez que nos vimos, después que nos conocimos era evidente la atención que ella me prestaba y esto facilitó el camino de nuestra amistad. Casi siempre que visitaba a su amiga en Las Delicias lo hacía acompañada de su única hermana Maritza, quien era un año menor que ella. Un día Adeline solicitó autorización a sus padres para visitar a Madeline y pernoctar en su hogar esa noche (el viejo truco de "Me voy a quedar en casa de una amiga" que se utiliza para experimentar nuevas emociones), pero en esa ocasión no estuvo presente su hermana. Esa noche tuvimos la oportunidad de conversar y conocernos y supe entonces que no se llamaba Adeline. Su verdadero nombre era Ana Adelaida Rodríguez Pérez. Me enteré que desde muy pequeña su madre la llamaba ádelin mientras ella lo escribía Adeline porque no le gustaba el nombre Adelaida con el que su padre la había inscrito al nacer en honor a la enfermera que atendió el parto.
Esa noche le pedí que me permitiera llevarla hasta su hogar al momento que decida regresar el día siguiente. Ella se negó alegando que su madre no lo aceptaría de la misma forma que no aceptaba que ella tenga novio o amigos. Fué para mí una situación novedosa conocer a una chica que no le aceptaban algún amigo en su hogar, más aún cuando esa chica ya era legalmente mayor de edad. Pero esto lo tomé como evidencia de la virginal y obediente vida de una joven mujer. Insistí en mi deseo y finalmente aceptó. Al día siguiente en horas de la mañana me dispuse a llevarla en mi auto hasta su hogar el cual ella me había dicho que ubicaba en la Calle California y mientras me acercaba al área transitando por la Calle Villa me pidió que la dejara allí (en la Villa) y que ella llegaría hasta su residencia caminando. Aunque originalmente me negué, acepté porque me dijo que quería evitar problemas con su madre y le diría a ella que para llegar había tomado el autobús. Nuevamente lo tomé como evidencia de una virginal y obediente vida. Luego de bajarse del auto continué mi marcha y decidí dar la vuelta para pasar cerca de su residencia y saber donde exactamente ubicaba la misma porque tenía intensiones de visitarla en el futuro. Pero sorpresa, el lugar ya lo había visitado antes. Su casa estaba en la Calle California esquina con la Calle Reina a sólo pasos del negocio conocido como La Casa de Liche y que ya describí en la primera parte de ésta autobiografía como un arrabal en el que abundaba la droga, la prostitución y una alta incidencia criminal en todas sus manifestaciones. Residía en el deprimente sector del Barrio Segundo que por muchos años el gobierno municipal estaba tratando de eliminar de la misma manera que Dios quiso eliminar Sodoma y Gomorra. Allí nació, allí se crió, allí estudió y era lo único que ella conocía. Nunca había visitado una playa o la Bolera Santa María, nunca corrió bicicleta o patines. Allí vivió hasta que yo la saqué del arrabal sin darme cuenta que me estaba llevando un capullo de maldad.
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